por David Obarrio
Los malditos nombres. Hay películas y hay nombres. Los nombres pueden ser rutilantes, oscuros, de vaga densidad. Hay nombres que llaman al desdén; nombres que imponen silencio, que suscitan respeto. Nombres que no dicen nada. Nombres que están en la boca de todos y nombres que dicen demasiado. Los nombres no deberían importar tanto en el cine, pero importan mucho en el mundo del cine. Aunque se simule lo contrario, son instancias diferentes, cada una con su moral a cuestas, su panoplia de argumentos y sus conductas. Los nombres constituyen la petulancia del mundo del cine, que prescribe una serie de referencias, de lugares comunes, de saberes aceptados y de asunciones compartidas. Me gusta pensar, todavía, que las películas no tienen dueño, que rumian su soledad con resignación, como si estuvieran rezando. Que una película responde en el campo de batalla, en el silencio de su incertidumbre; en la espera temblorosa al final de la cual se decide su suerte, como si la película hubiera ya dado todo de sí y su destino no le perteneciera. Pienso en las películas con nombres detrás, pero no sé si esos nombres no convendría olvidarlos un poco, todo lo que se pueda, porque son, tantas veces, como grilletes, una condena, una sentencia que cercena la libertad de la película para dirigirse al nombre: la película es obligada a comparecer ante el nombre, al que se rinde culto en el mundo del cine. El nombre, casi no hace falta decirlo, es el autor. La naturaleza en esencia libre de cualquier película se ve coartada por la veneración dispensada al autor, el nombre que rige lo que pensamos de la película. En cualquier caso, se piensa lo que el aura del autor haya sabido forjarse. Su figura, sus temas, sus procedimientos: todo está atado a la vanidad de ese nombre que obliga a leer de una forma determinada; a desmalezar, a desentrañar, a encontrar sus huellas en la película como si fueran un sello de beneplácito y complacencia. La evidencia que nos indica que la película, para bien o mal, responde a su autor, es suya, le obedece, no se puede escapar. Voy a la lista del año. Las películas que me gustan se inscriben, indudablemente, en una categoría autoral. Tienen un director; tienen nombres detrás, que serán más o menos lustrosos, pero ahí están. Sin embargo, en la melancolía de esa situación en la que las películas no pueden escaparse del todo de la tiranía de los nombres, encuentro cierta irreverencia, cierta insularidad, cierta incertidumbre a partir de las que, esas películas, respiran. Quizá sea una ilusión. Siempre pienso que las películas, al contrario que los nombres, no infligen decepciones, puesto que, en última instancia, responden solo ante sí mismas. Les falta la aureola que la historia o el gossip dispensan a los nombres, siempre orondos, aun cuando sean oscuros, quimeras ocultas de los acopiadores más entusiastas.
Leer el resto de esta página »
Últimos comentarios